viernes, 25 de abril de 2008

Las Ciudades Continuas 4.

Me reprochas que cada relato mío te transporte al centro mismo de una ciudad sin hablarte del espacio que se extiende entre una ciudad y la otra: si lo cubren mares, campos de centeno, bosques de alerces, pantanos. Te contestaré con un cuento.

En las calles de Cecilia, ciudad ilustre, encontré una vez a un cabrero que azuzaba, rozando las paredes, un rebaño tintineante.

-Hombre bendecido por el cielo -se detuvo a preguntarme-, ¿sabes decirme el nombre de la ciudad donde nos encontramos?

-¡Los dioses sean contigo! -exclamé-. ¿Cómo puedes no reconocer la muy ilustre ciudad de Cecilia?

-Compadéceme -repuso-, soy un pastor trashumante. Mis cabras y yo a veces atravesamos ciudades pero no sabemos distinguirlas. Pregúntame el nombre de los pastizales: los conozco todos, el Prado entre las Rocas, la Cuesta Verde, la Hierba a la Sombra. Las ciudades para mí no tienen nombre; son lugares sin hojas que separan un pastizal de otro y donde las cabras se espantan en los cruces y se desbandan. El perro y yo corremos para mantener junto el rebaño.

-Al contrario de ti -afirmé-, yo sólo reconozco las ciudades y no distingo lo que está fuera. En los lugares deshabitados, cada piedra y cada hierba se confunden a mis ojos con todas las piedras y las hierbas.

Muchos años pasaron desde entonces; conocí muchas otras ciudades y recorrí continentes. Un día andaba entre esquinas de casas todas iguales: me había perdido. Pregunté a un transeúnte:

-Los inmortales te protejan, ¿sabes decirme dónde estamos?

-¡En Cecilia, y así no fuera! -me respondió-. Hace tanto que andamos por sus calles, mis cabras y yo, y no conseguimos salir...

Lo reconocí a pesar de su larga barba blanca: era el pastor de aquella vez. Lo seguían unas pocas cabras peladas que ya ni siquiera hedían, tan reducidas estaban a la piel y los huesos. Mascaban papeles sucios en los contenedores de basura.

-¡No puede ser! -grité-. Yo también, no sé cuándo, entré en una ciudad y desde entonces no hago más que adentrarme por sus calles. ¿Pero cómo hice para llegar donde tú dices, si me encontraba en otra ciudad, muy lejos de Cecilia, y todavía no he salido de ella?

-Los lugares se han mezclado -dijo el cabrero-. Cecilia está en todas partes; en otro tiempo aquí debía de estar el Prado de la Salvia Baja. Mis cabras reconocen las hierbas que crecen en la mediana de las avenidas.

ITALO CALVINO

“Las ciudades invisibles”. Ediciones Siruela, Madrid, 2004. Pgs. 160, 161.

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